domingo, 28 de junio de 2015

TON-UP BOYS (I)


Mi primera incursión oficial en el periodismo bonzo pasa por una tarde lluviosa de principios de marzo de 2015 en la zona 6 de Londres. De casi todos es conocida la estratificación geográfica de la capital de Inglaterra, porque muchos de nuestros emigrantes y sus visitas sufren la 2 y, en mayor medida, la 3. Había estado la noche anterior tomando unos british bulldogs con mi padre –no le temblaba el pulso de 73 años cogiendo un vaso ancho con vodka tintado por licor kahlua, que desgraciadamente es el coctel más desconocido para un barman del Estado español-, y amanecí con una leve resaca, como si mi realidad la percibiese a través de la neblina del Támesis en un día de otoño. El sol salió timorato a primera hora de la mañana entre esas nubes hipertrofiadas tan típicas de isla, para después quedar obliterado por un cielo plomizo que comenzó a jarrear agua sobre la piedra que pisaba. Me despedí de la familia y fui a la cita que siempre había postergado por variadas razones en el Ace Cafe. Recogí a Fernando, el clásico barcelonés de zona alta templado en cada gesto, cerca de su apartamento de Swiss Cottage, y trazamos el trayecto tras un par de diagramas en el mapa de ferrocarriles. Unos cuarenta y cinco minutos más tarde, bajo la misma agua, tenía enfrente el trébol negro señera de las motos cafe racer.



Yo sabía adónde iba, pero la gran mayoría de vosotros no. Así que lo ilustraré, y para ello me tengo que remontar al horror: la Segunda Guerra Mundial selló para siempre la atrocidad en nuestro código genético. Tan solo veinte años más tarde de la Gran Guerra, un psicópata comandó a Alemania en la absurda idea de galvanizar el mundo bajo una esvástica… y casi lo consigue. Millones y millones de muertos mediante, en unas cifras pornográficas que no deberían ser reproducidas ni con un teclado, el bando aliado ganó la contienda allá por 1945. Pero habían perdido todos. Y con Hiroshima se derrumbó el último rasgo de humanidad de esta civilización. La magnanimidad de los vencedores cayó con una bomba atómica que barrió de la existencia a la indefensa población civil. Lo aterrador es que no se hizo como parte de una solución final secreta orquestada por unos cuantos comandantes nazis presos de la banalidad del mal, sino que los quince kilotones explotaron en suelo japonés en riguroso directo para las masas vindicativas de Pearl Harbour. ¿Qué joven de los años cincuenta podría asumir el dictado de una generación precedente deslegitimada ya para siempre? El FIN, con mayúsculas de relevancia, estuvo presente en la sociedad desde el obituario genocida. Y que a nadie se le pidan demasiadas explicaciones con tal premisa cotidiana. Por eso en la incipiente sociedad de consumo que surgió tras la sinrazón, llegaron las subculturas juveniles, de las que algunas acabarían convirtiéndose en contraculturas.

Con un paraje urbano todavía erigiéndose sobre sus ruinas, el crédito financiero comenzó a fluir exangüe entre los jóvenes ingleses. La motocicleta de antaño era un distintivo casi señorial, pero los postadolescentes de Londres lograron cimentar su anhelo material en las primeras cafe racer: pequeñas carenadas con mimimalistas chasis, estriberas, y colines destinados a un aligeramiento general de la máquina. No había dinero para un coche, ni tan siquiera para una lambretta o una vespa como las que exhibirían sus némesis: los mods. Y ahí emergió colérica la figura del ton-up boy. El apelativo definía a cualquier chaval que lograse llevar uno de esos cacharros artesanos por encima de cien millas a la hora (160 km/h).

Abrí la puerta del Ace Café, y a partir de aquí solo haré de escribano de la historia que me contó el manager del local: un tipo desgarbado con coleta, gafas, y un cierto aire intelectual. Un cuarentón de… Coruña. «Vine por la música y me quedé por las motos».

Seguimos.

JM

miércoles, 24 de junio de 2015

PERIODISMO BONZO


Tenía ganas de meterle mano al blog en el sentido más lascivo de la expresión. A rebufo del programa radiofónico heredero del espíritu de esta modesta iniciativa, los canales de comunicación de Derecho de Resistencia fluyen como si se les hubiese aplicado el cateterismo del mejor cirujano, y las idas y venidas de cuestiones entre oyentes/lectores son vertiginosas para dos individuos que, de momento, solo tienen un par de horas quincenales en una emisora libre de Barcelona. Por ello, me animo a abrir una nueva sección escrita: Periodismo Bonzo.
 

Hace escasamente un mes y tras uno de nuestros cortes de locución, le comenté a una vieja amiga que lo que iba a desarrollar en las ondas siempre tendría algo que ver con mi vida, con una suerte de periodismo gonzo, a colación del apelativo del gran Hunter S. Thompson para su forma de narrar los reportajes. Os libero de acudir a cualquier fuente de internet para comprender de qué se trata. Me refiero a ese subgénero del Nuevo Periodismo de finales de los sesenta en Estados Unidos que, a diferencia de aquél, convertía al investigador en propio sujeto activo de la noticia. Interesaba más el contexto que el objeto mediático, e interesaba más la reflexión hiperbólica que la información aséptica. Parecía conjugar sin máscaras muchos de los tics que hoy atrofian nuestros medios de comunicación, salvo que era tan políticamente incorrecto como su creador. Así que todo acabó con el Doctor Thompson —como le gustaba ser nombrado— volándose la cabeza en su rancho de Aspen en el 2005. Debió de ser difícil aguantar el personaje del periodista gonzo toda una existencia, principalmente porque como él dijo: «lejos de recomendar una vida de drogas, demencia y violencia, pero sin ellas yo no sería nada».

Entonces, mi querida amiga no comprendió bien el vocablo y sentenció: «me suena a quemarte a lo gonzo». Con su explicación aludió a una idea cercana a la que yo le quería transmitir: situarse en el centro de la noticia muchas veces te quemaría vivo literalmente. Bien, me consta que estaba cansada tras diez horas de papeleos no demasiado fructíferos, pero me quedé con su lapsus freudiano para denominarlo, ya correctamente en cuanto a mi concepción, periodismo bonzo. Tan incendiario como un monje budista inmolándose en 1963 en pleno centro de Saigon para denunciar el régimen tiránico de Vietnam del Sur.

Nunca llegué a estudiar Periodismo en Santiago de Compostela, porque mi nota de corte se quedó a escasas décimas de la requerida para incorporarse a la que, allá por el año 2000, creo que era la carrera con menos plazas ofertadas en relación a su demanda en toda Galicia. Curiosamente, yo sufrí lo contrario que el resto de alumnos, mis guarismos en selectividad eran bastantes mejores que los que me regalaron en BUP y COU aquellos profesores con discursos hegemónicos y recalcitrantes. Temo que debieron de captar mi opinión sobre ellos en algún momento de mi adolescencia. Acabé haciendo lo que nadie quiere hacer: Derecho. Por algo allí no existía nota de corte. Desde la distancia el oficio de periodista me parece denostado hasta el absurdo, excepto esos valiosísimos y escasos medios no sometidos a jerarquizaciones y lobbies de poder. Sin embargo, fui un estúpido por no andar con una libreta o una grabadora por los vericuetos que me llevó la vida hasta el día de hoy, 24 de junio de 2015. Lo que tendría ahí plasmado… Al fin y al cabo, Hunter S. Thompson tampoco estudió la carrera. Aunque yo puedo aseverar que lejos de recomendar una vida de drogas, demencia y violencia… cualquier persona sería mucho más sin ellas. Salvo tú, gonzo.

Me adecuaré a las extensiones necesarias de un blog con su lectura cotidiana y displicente, y esto ha de conllevar que muchas veces cuelgue el texto por entregas.

Seguimos.
JM