Catorce años atrás yo era un postadolescente cuya vida no difería demasiado de la de cierto tipo de postadolescencia. Uno
de los rasgos comunes en esa época tan luminosa y oscura era
pasar muchas horas delante de un televisor jugando al Grand Theft Auto entre
amigos y otras tantas cosas. La segunda parte en 3D del videojuego de Rockstar nos
llevaba a Miami, de la cual no tenía más referencias que el pelo engominado de Don Johnson y unas
cuantas lanchas rápidas surcando la bahía de Biscayne, que parecía
que albergaba mucho vice. La capital
de Florida estaba tan lejos de mi vida y de la de los míos... a pesar de que creyésemos
que todo el mundo giraba concéntricamente alrededor de
nosotros. Y es que vivir en Vista Alegre otorga algo de ingenuidad que seguro
no sufrían los oriundos de Liberty
City, Overtown o Little Haiti, escenarios recurrentes en la Play Station. Los
gallegos resolvíamos nuestros problemas a
nuestra manera y, por mucho bull terrier moteado y pendientes plateados que
luciésemos, mi entorno no solía cargar una glock 34 para liquidar al tipo que no paga
sus pufos de crack. Si es que ni había crack.
En persona, la Miami con resaca del Ultra me ha parecido una ciudad abrasada por el
sol y congelada por el aire acondicionado, dividida hasta el infinito, volátil, caprichosa, y con parajes tan bellos como
artificiales. El lugar en el que "todos odian a todos" y puedes
elegir entre ser un idiota o un loco; al menos ahí
se acaban las opciones en South Beach. No conocía
de primera mano una gran metrópoli donde, en apenas una generación, la población venida de otro país, con otra cultura y otra lengua, haya desplazado a la
masa anglófila que la ocupaba. Aunque
solo en una medida falaz. Los americanos ya no detentan la apariencia del poder
y la cuestión no es baladí para una urbe señera de Estados Unidos, pero
como bien nos iluminó Foucault, la microfísica de ese poder es casi infinita y la disyuntiva se
percibe con pasear tres días por Ocean Drive, el Art
District o Brickell. Además, uno tiene la sensación de que el proceso no ha hecho más que empezar: a la ingente masa de cubanos integrados a
martillazos desde el Éxodo del Mariel -cuanto daño ha hecho ese gusano que interpretó Al Pacino-, se le suman todos los latinos que no pueden
encadenar dos frases en español sin llamarle clams a las almejas. Simple ejemplo.
Ahora, la comunidad afroamericana, con la que tanto
empatizaba disfrutando de aquel grandísimo videojuego de Tommy Vercetti, sobrevive en
un tercer grupo de exclusión cuando, por tradición, siempre lo hizo en el segundo. Es que, si hablo de América haciendo un ejercicio de desproporcionada generalización... solo teníamos negros y blancos. En
Miami no sabría donde colocar a esa
comunidad cubana furibunda y republicana que, sin embargo, no tiene silla para
la tea party de los anglos. Entretanto, a 92 millas se atisba el
levantamiento de un bloqueo genocida para sus antiguos compatriotas, porque
creo es imposible que los sigan considerando tales si porfían para que la isla siga obliterada bajo las barras y
estrellas. Y soy de los que temo que esta supuesta nueva apertura acabe en la
enésima colonización yanqui. Pero no me gusta generalizar, tal vez solo fue mi
experiencia, o tal vez no. Consuela que los haitianos de Little Haiti no se
hagan pasar por franceses y hablen con orgullo una de las lenguas más rudimentarias del planeta: el criollo. Es más, sospecho que buena parte de sus jóvenes habitantes querrían emular al original gangsta afroamericano. GTA II, nada ha cambiado desde entonces en Liberty City.
Las fotos, como siempre, son propias y desde mi modesto móvil.
Palabras
de una soporífera tarde en Santo Domingo.