Yo ya había estado en Nueva York muchas veces,
incluso podía decir que de alguna forma era un segundo hogar. Andaba
por sus calles de la mano de Spike Lee, de Scorsese, de Travis, de
Fitzgerald , de Gatsby, de Allan Poe, de Warhol, del Rat Pack, de los
Ramones, de Cro-Mags, de Agnostic Front, de la DMS, de The Horrorist,
de los Knicks, de los Giants... Infinidad de veces había subido al
Empire State, al Chrysler o al Rockfeller Center, crucé el Puente de
Brookyln, monté en la noria de Coney Island y volví por Queens
hasta la 160th en el South Bronx. Es así. Nueva York forma parte de
nuestras vidas y muchos ni habíamos puesto un pie en la ciudad. Mi
deuda con ella ha quedado saldada.
En un viaje reiteradamente postergado, un viejo
amigo, emigrado a New Jersey como buen gallego, consiguió los días
libres para ser un anfitrión decente a mediados de julio. Dejé todo a medio hacer en Barcelona, proyectos personales y
profesionales que tenían que esperar si no eran egoístas. Y aunque seguro que lo eran, había
dicho que "no podía ser" muchas veces y ya temía la
máxima del Sr. Fitgerald: "american lives don´t have second
chances".
El 19 de julio aterricé en JFK después de un viaje
infernal con American Airlines, compañía desaconsejada
para vuelos transoceánicos y que está muy lejos
de ser premium en el
Holdem aéreo. El enfrentamiento con todo el despliegue policial de
ingreso en los States resultó de lo más decepcionante. Ninguna
pregunta incisiva, un trato correctísimo, ausencia total de
registro... en definitiva, un control tan displicente o riguroso como
en cualquier otro sitio. No quedó nada de su leyenda negra.
A la salida de la T8 fui bienvenido por 40 grados
celsius y un tipo escuálido, que hacia años que no veía, subido en
un Jetta. Mi alfombra roja era el pavimento humeante.
Pasé las primeras noches en el barrio de Chelsea,
en Manhattan. Bien situado y sin especiales pretensiones, me sirvió
de referencia para ver el Nueva York más conocido y, tal vez,
repudiado. Recorrí todo el skyline que lleva impertérrito -salvo célebres excepciones- desde casi hace un siglo, Empire State,
Rockfeller Center, Flatiron... ofrecen la perfecta dimensión de lo que
allí acaeció en los albores del siglo XX, y al respecto tengo que
explicar algunas de las sensaciones que me traje de vuelta en la maleta: la ciudad, a ritmo de pulsiones migratorias, se convirtió en la
capital del mundo y acogió a poblaciones de todo el globo
con base en promesas de prosperidad menguantes en la Vieja Europa. Lo
que sucedió en aquellos años ha llegado a través de muchas formas
y vínculos a nuestros días, pero es absolutamente necesario pasear
por las calles de Manhattan y atender a cada rincón para entender
nuestro más inmediato referente histórico y cultural. Porque la
realidad es esa. Nuestra -insisto en la primera persona del posesivo- influencia vital viene inexorablemente
marcada por una creciente americanización del planeta tras dos
guerras mundiales de las que salieron, podemos decir, casi impolutos. Y a
su vez, tal tendencia tiene su antecedente en la forja de esta
ciudad, la que nos recuerda que un 36% de sus habitantes son de
estados-naciones extranjeros y la que conforma un crisol de
culturas aparentemente orgulloso tras el gentilicio de "new
yorkers".
Optando por una posición aséptica, resulta fácil
identificarse con este trozo de Estados Unidos: población
heterogénea, ciudad que nunca duerme, cuna del jazz, del hip hop,
del punk, del hardcore, del expresionismo abstracto y un larguísimo
etcétera, conjugado con nuevos valores enfrentados con el sector republicano del país como el matrimonio para los
homosexuales, control exhaustivo de la posesión de las armas. Es que hasta
la investidura del tal Obama en Times Square nos causo una cierta expectación naif. Sin embargo,
rascas y sale la mugre. Su presidente sigue siendo un títere que no
ha logrado cerrar la mayor vergüenza de la historia de Occidente
tras la la locura nazi, Guantánamo claro, y Nueva York no escapa a los
clichés yanquis que tanta esquizofrenia y prejuicio provocan. En una
sociedad exponencialmente competitiva y con una nimia inversión
social, tildada de siempre como comunista y antiamericana, puedes
captar rápidamente la polarización de sus ciudadanos. Todos bajo las barras y estrellas. Su capital también padece de la falta de
cobertura médica, de Monsanto, de la cultura del "attorney",
del "high school" y de un Dios cuya relativización
identitaria ha facilitado una especie de secularismo religioso que
atiende a razones divinas para mesurar las miserias humanas. De ahí
que sean una sociedad tan profundamente desmesurada. Si en los
soportales del Madison Square se amontonan “homeless” bajo
harapos, mientras en su interior Carmelo Anthony machaca un aro a
razón de 25 millones de euros anuales, tenemos que seguir sintiendo
vergüenza. Y ese mal endémico ya hace mucho que ha sido extrapolado
a nuestro ámbito doméstico. Nadie puede señalar con el dedo.
De todo este ex curso relatado lo más
representativo es Times Square. El estandarte de lo que Reagan
llamaba equivocadamente "Evil Empire". Más que de una
plaza, se trata de una confluencia de calles y avenidas en una
vorágine de neones y estrés consumista, alternándose los
establecimientos comerciales con los musicales adyacentes de
Broadway, probablemente en la misma consonancia mercantil. Entre el
jet lag, la citada ola de calor y las mareas humanas que se
capilarizaban por todas partes, solo anhelaba salir de allí.
Y qué mejor lugar de recogimiento que los pies del
Empire State. Brutal, aunque me siga quedando de largo con el art
decó del Chrysler.
Las jornadas venideras transcurrieron en el eje del Lower Manhattan y sus contrastes. De Chinatown a Little Italy en un
paso, o más bien, a la calle que queda de ella, y de allí al Soho,
barrio pujante de la escena neoyorkina que no acabó de
transmitirme buenas sensaciones. En contraposición, Greenwich
Village parecía ser un Soho desprovisto de snobismo. En todo
caso, mi ponderación es absolutamente neófita y desde la posición
del mero transeúnte que echa un vistazo en los escaparates. Mira pero no compra.
Harlem, en cambio, me suponía adentrarme en esa
Nueva York tantas veces idealizada. Con sus correspondientes
connotaciones objetivas y subjetivas. Y las de el barrio del jazz
vienen marcadas de nuevo por el cine. La realidad es que el área
atraviesa por un proceso de gentrificación que ha establecido el acento
latino en las partes situadas más al suroeste. El, ahora llamado,
"Spanish Harlem" es un amalgama de pequeños bulevares con
bares, terrazas y un ambiente sin aspiraciones. Al otro lado, cuanto
más te acercas a la 148th, todavía puedes adverar el ingente
porcentaje de población afroamericana. Personalmente, cogí la
línea 1 desde la 28th hasta llegar a Harlem Street y de ahí fui
bajando hasta la 110th.
Era inevitable ir mirando a todos lados
cuando cruzabas los semáforos rodeado de gente negra, en bicicleta,
con bandanas o cualquiera de los estereotipos estúpidos que haya
sido capaz de imbuirte Hollywood. Porque no tuve el más mínimo problema mientras dejaba
atrás lugares tan emblemáticos como el Teatro Apollo a través de la Malcom X Street. Donde no hace
tanto se tocaba jazz exclusivamente para blancos. Afortunadamente,
ahora podía ser yo el invitado puntual en espectáculos para negros.
Próximamente, Distrito Financiero y Brooklyn.
JM