viernes, 18 de febrero de 2011

DROGAS: POLÍTICA CRIMINAL EN ESPAÑA (III)

Segunda Etapa de 1918 a la actualidad (Prohibicionismo)

Es a partir de 1918, con el Real Decreto de 31 de julio, por el que se aprueba el reglamento para el comercio y dispensación de las sustancias tóxicas y en especial, de las que ejercen acción narcótica, antitérmica o anestésica, que se empiezan a regular legalmente estas sustancias. En este primer momento, la ley va concretamente dirigida al opio, sus alcaloides y a la coca de Perú.

Esta regulación constituye un claro esfuerzo por adaptar la legislación española al recién firmado Convenio de la Haya de 1912. Sin embargo, más que un claro prohibicionismo, se aprecia en el espíritu de la ley que la preocupación del legislador se centra en el éter y en resolver un conflicto de competencias entre boticas, entregándole el monopolio de las drogas a los estamentos médicos y farmacéuticos.

En el plano internacional, se firma el 19 de febrero de 1.925, en la ciudad de Ginebra, el Convenio Internacional sobre Restricción en el Tráfico del Opio, Morfina y Cocaína, el 19 de febrero de ese año en la ciudad de Ginebra, y España debe nuevamente adaptarse al nuevo contexto. Lo hace a través del nuevo Código Penal de 1928, en el que ya hace distinción entre drogas tóxicas o estupefacientes y sustancias nocivas para la salud o productos químicos que puedan causar grandes estragos, y en el que la pena que se prevé para el tráfico ilícito y la producción es de arresto mayor -que puede llegar a los 3 años-. Pero este endurecimiento del aparato penal no estuvo exclusivamente influenciado por el contexto internacional sino que se fue gestando poco a poco a través, sobre todo, de empresarios morales que levantaron voces represivas frente al uso de estas sustancias, volviendo a relacionarlas como ya se hizo en otro tiempo, con un claro posicionamiento moral.

Como resultado de la influencia de esta corriente represiva, tenemos el 19 de enero de 1927, una circular dando instrucciones a los fiscales de las audiencias acerca de su intervención en los sumarios que se tramiten por circulación, venta y suministro de tóxicos estupefacientes, justo dos días después de que el rey Alfonso XIII se pronunciara a favor de que se logre castigar cualquier infracción al respecto.

Como consecuencia de este progresivo endurecimiento de las leyes y de la mayor represión, el precio de la droga subió considerablemente y junto con un comercio de contrabando, se fueron adulterando cada vez más estas sustancias, con los evidentes problemas que eso supuso para la salud de los consumidores. No solo las nuevas drogas se vieron en el punto de mira de la administración, sino que también el alcohol se vio envuelto en polémica, al relacionarlo con delitos de sangre. Sin embargo las medidas que se tomaron con respecto a este tema fueron mucho más laicas, proponiendo tan solo el cierre de tabernas a ciertas horas.




A partir de aquí, el panorama internacional se llena de convenios y protocolos relacionados con la prohibición de drogas, y en relación con el caso español -que estaba en plena dictadura-, la creación de leyes y decretos también se van sucediendo, pudiendo destacar la Ley de Bases de Sanidad Nacional de 25 de noviembre de 1944, y la Ley 17/1967, de 8 de abril, de normas reguladoras por las que se actualizan las normas vigentes sobre estupefacientes adaptándolas a lo establecido en el Convenio de 1961 de Naciones Unidas. La última de las Leyes franquistas en materia de drogas se verán reflejadas en la Ley de Peligrosidad Social de 1970 y en la reforma del Código Penal de 1971, en el que se aprecia un fuerte endurecimiento de las penas y la transgresión del principio de legalidad -por dejar una cláusula abierta, penas demasiado rigurosas, gran arbitro al juzgador que podía incrementar la pena hasta los veinte años, y la ausencia de legislación para el consumo propio- (Escohotado, 1989).


Una vez finalizada la dictadura, la primera reforma democrática que el PSOE adoptó en materia de drogas en 1983, redujo las penas, despenalizó el consumo, distinguió drogas “duras” y “blandas” y suprimió las cláusulas abiertas de incriminación.
Una reforma con un carácter claramente opuesto al espíritu de la legislación franquista. Sin embargo, este cambio de rumbo en materia de drogas no duraría mucho. En 1988, una nueva reforma del Código Penal incrementaría las penas por encima incluso de la antigua legislación franquista, recuperando su texto casi íntegramente. Solo se hicieron algunos cambios en el vocabulario como sustituir la palabra “uso” por “consumo” y se recuperó la cláusula abierta de incriminación tipificando conductas como “promuevan, favorezcan o faciliten”.

Este nuevo cambio de rumbo, fue en parte consecuencia del problema de la heroína en España. La creciente alarma social impulsada en parte por las campañas antidroga que proliferaron en 1978, incluso antes de que la heroína se convirtiese en un auténtico problema para la sociedad (González Duro, 1979). Se puede apreciar un antes y un después si nos fijamos en el número de consumidores adictos a la heroína en 1976 -prácticamente desconocida en España-, y en 1982, donde el número de jóvenes que habían aprendido a inyectarse opiáceos se podía contar por decenas de miles. En 1977- 1978, aparece la figura del “yonqui” en los medios de comunicación como un estereotipo de consumidor de heroína. A partir de aquí, se produce una reacción epidémica del problema, llegando entre 1983-1986, a su máxima expresión.



Sobre 1987, el número de nuevos consumidores se va reduciendo considerablemente aunque aumenta la morbilidad y mortalidad de los heroinómanos por sus estilos de vida y la proliferación de VIH, que se contagiaba velozmente debido a las prácticas de intercambio de jeringuillas, muy frecuentes entre adictos. Sin profundizar más en el tema, cabe decir que esta situación se recrudece en las cárceles, donde las cifras de adictos infectados llega a ser escandalosa. A todo esto, hay que añadir la influencia que ejercieron los empresarios morales y la oposición para que se tratase el problema a través de la represión y sanción punitiva más estricta.

Como consecuencia de ello, la gestión del “problema de las drogas” en España empezó a copiar sistemas de tolerancia 0, ya instaurados en otros países. La creación de un Plan Nacional sobre Drogas en 1985, la posterior ratificación del Convenio de la ONU de Viena de 1988, la creación de la Ley de Seguridad Ciudadana de 1992 -Ley Corcuera-, una nueva reforma del Código Penal en el mismo año y una reforma del Código de Enjuiciamiento Criminal, apuntaban a una política criminal completamente represiva y prohibicionista, que plantean ciertas dudas de constitucionalidad.

Sin embargo, también hay que puntualizar que España no asumió las recomendaciones del Convenio de 1988 en cuanto a que los Estados parte penalizaran también el cultivo y posesión para consumo propio, así como también introdujo en en el Código de 1988 un apartado (93 bis) en el que ofrecía ventajas a aquellos toxicómanos que habiendo delinquido por motivos de dependencia, se prestaran a desintoxicarse.

Continuando con la línea seguida desde los años 70, la Convención de Naciones Unidas contra el tráfico ilícito de estupefacientes y sustancias psicotrópicas de 1.988, ratificada por España el 30 de Julio de 1.990 es el modelo en el que se inspiró el legislador a la hora de regular el delito de tráfico ilegal de drogas en el Código Penal de 1995, en el que se optó, sin hacer balance de las reformas anteriores efectuadas en 1988 y 1992, por un indiscriminado aumento de las penas a imponer con la intención, en ese momento, de seguir acallando la alarma social existente en nuestro país en torno a las conductas relacionadas con el tema de la droga.

Y esta política criminal de penas completamente desproporcionadas es la que se ha continuado con la reforma operada por la Ley Orgánica 15/2003, de 25 de Noviembre por la que se modificó el citado Código Penal, con la cual se amplió el número de agravantes aplicables al delito, intensificando, aún más, la pena de prisión de forma generalizada y, en la actualidad, con la Ley Orgánica 5/2010, de 22 de Junio por la que se ha vuelto a modificar el Código Penal existente, y en el que, si bien se ha rebajado de nueve a seis años la pena máxima contemplada en el tipo básico del artículo 368, se castiga aún con mayor dureza a los que realicen los hechos descritos en el tipo base si pertenecen a una organización delictiva.

Obviando con ello el hecho de que las penas desproporcionadas no sólo infringen el mandato constitucional expresado en el artículo 15 que prohíbe las penas inhumanas y degradantes, sino que además provocan inseguridad jurídica e insensibilidad social pues acaban acentuando la condición de víctima del delincuente, y exponen el sistema de justicia penal a una grave crisis de legitimación y credibilidad. (MAQUEDA ABREU,1998)

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