Mi primera incursión oficial en el periodismo bonzo pasa por una tarde
lluviosa de principios de marzo de 2015 en la zona 6 de Londres. De casi todos
es conocida la estratificación geográfica de la capital de Inglaterra, porque
muchos de nuestros emigrantes y sus visitas sufren la 2 y, en mayor medida, la 3.
Había estado la noche anterior tomando unos british bulldogs con mi padre –no
le temblaba el pulso de 73 años cogiendo un vaso ancho con vodka tintado por
licor kahlua, que desgraciadamente es el coctel más desconocido para un barman del Estado español-, y amanecí
con una leve resaca, como si mi realidad la percibiese a través de la neblina
del Támesis en un día de otoño. El sol salió timorato a primera hora de la
mañana entre esas nubes hipertrofiadas tan típicas de isla, para después quedar
obliterado por un cielo plomizo que comenzó a jarrear agua sobre la piedra que
pisaba. Me despedí de la familia y fui a la cita que siempre había postergado
por variadas razones en el Ace Cafe. Recogí a Fernando, el clásico barcelonés
de zona alta templado en cada gesto, cerca de su apartamento de Swiss Cottage,
y trazamos el trayecto tras un par de diagramas en el mapa de ferrocarriles. Unos
cuarenta y cinco minutos más tarde, bajo la misma agua, tenía enfrente el
trébol negro señera de las motos cafe
racer.
Yo sabía adónde iba, pero la gran mayoría de vosotros
no. Así que lo ilustraré, y para ello me tengo que remontar al horror: la Segunda
Guerra Mundial selló para siempre la atrocidad en nuestro código genético. Tan
solo veinte años más tarde de la Gran Guerra, un psicópata comandó a Alemania en la
absurda idea de galvanizar el mundo bajo una esvástica… y casi lo consigue. Millones
y millones de muertos mediante, en unas cifras pornográficas que no deberían
ser reproducidas ni con un teclado, el bando aliado ganó la contienda allá por 1945. Pero habían perdido todos. Y con
Hiroshima se derrumbó el último rasgo de humanidad de esta civilización. La
magnanimidad de los vencedores cayó con una bomba atómica que barrió de la
existencia a la indefensa población civil. Lo aterrador es que no se hizo como
parte de una solución final secreta
orquestada por unos cuantos comandantes nazis presos de la banalidad del mal, sino que los quince kilotones explotaron en
suelo japonés en riguroso directo para las masas vindicativas de Pearl Harbour.
¿Qué joven de los años cincuenta podría asumir el dictado de una generación
precedente deslegitimada ya para siempre? El FIN, con mayúsculas de relevancia,
estuvo presente en la sociedad desde el obituario genocida. Y que a nadie se
le pidan demasiadas explicaciones con tal premisa cotidiana. Por eso en la incipiente sociedad de consumo que surgió tras la sinrazón, llegaron las subculturas juveniles, de las que algunas acabarían convirtiéndose en contraculturas.

Con un paraje urbano todavía erigiéndose sobre sus
ruinas, el crédito financiero comenzó a fluir exangüe entre los jóvenes
ingleses. La motocicleta de antaño era un distintivo casi señorial, pero los
postadolescentes de Londres lograron cimentar su anhelo material en las
primeras cafe racer: pequeñas carenadas
con mimimalistas chasis, estriberas, y colines destinados a un aligeramiento general de la
máquina. No había dinero para un coche, ni tan siquiera para una lambretta o
una vespa como las que exhibirían sus némesis: los mods. Y ahí emergió colérica la figura del ton-up boy. El apelativo definía a cualquier chaval que lograse
llevar uno de esos cacharros artesanos por encima de cien millas a la hora (160
km/h).
Abrí la puerta del Ace Café, y a partir de aquí solo
haré de escribano de la historia que me contó el manager del local: un tipo desgarbado con coleta, gafas, y un
cierto aire intelectual. Un cuarentón de… Coruña. «Vine por la música y me
quedé por las motos».
Seguimos.
JM
Seguimos.
JM
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